Las derrotas de la Grande Armée en las heladas estepas de Rusia y del ejército que operaba en la Península Ibérica llevaron a las tropas napoleónicas a replegarse dentro de las fronteras de su propio país. Al emperador a contemplar como la “grandeur” de la Francia, hija de la revolución que había devenido en imperio contemplar, como sus aliados, tras la batalla de Leipzig —octubre de 1813—, llamada también la batalla de las Naciones, a comienzos de la primavera del año siguiente amenazaban París y entraban en ella el 30 de marzo de 1814. Dos semanas después, una vez aceptada la derrota, firmaba el tratado de Fontainebleau, que contemplaba convertirlo en príncipe de Elba, una pequeña isla, situada en aguas del Tirreno, frente a la costa de la Toscana —toda una ironía con la que sus enemigos buscaban humillarlo— y en dicha isla estuvo once meses. Allí permaneció, maquinando la forma de abandonar aquel destierro encubierto, hasta que burló la vigilancia a que lo sometían y regresó a Francia, desembarcando cerca de Antibes. Desde allí marchó a París, donde fue recibido en loor de multitudes, mientras Luis XVIII huía apresuradamente. Era el 20 de marzo de 1815 y comenzaba lo que en historia se conoce como el reinado de los Cien Días.
La noticia de su entrada en París tuvo el mismo efecto de una bomba en los imperiales salones de Viena, donde las potencias vencedoras celebraban el Congreso con el que pretendían reordenar Europa. Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia configuraron a toda prisa un ejército que se enfrentó al que, en pocas semanas, había levantado Napoleón. La batalla se libró en las proximidades de la localidad belga de Waterloo, entre el 18 y el 20 de junio y que terminó con una derrota para el emperador de los franceses, cuyas tropas se retiraron de París, donde las posibilidades de resistencia se revelaron inútiles. Napoleón decidió abdicar, antes de rendirse —un gesto sin valor práctico— y ser traslado a la isla de Santa Elena, perdida en medio de las aguas del Atlántico, lejos de la costa africana.
Cien días —grosso modo—, como aquel efímero reinado de Napoleón Bonaparte, ha durado el confinamiento —decretado el 14 de marzo, aunque entró en vigor el 16 hasta el 22 de junio—, que inicialmente estaba previsto para quince días, al que se sumaron luego sucesivas prórrogas. Cien días en los que el presidente del gobierno —llamado Frankenstein por Pérez Rubalcaba y comparado con el camarote de los hermanos Marx por Felipe González, ambos son relevantes personalidades en la historia reciente del PSOE— se ha desdicho de sus afirmaciones en numerosas ocasiones. En los que se nos ha hablado de la escasa importancia de las mascarillas para pasar a considerarlas elemento fundamental para combatir la epidemia. En esos días la forma de contar los fallecidos ha variado en diferentes ocasiones. En los que las cifras que da el gobierno no coinciden con las del Instituto Carlos III, las del Instituto Nacional de Estadística o las que dan las compañías funerarias. Cien días en los que el presidente del gobierno ha dado largas y soporíferas ruedas de prensa, acompañadas de inexactitudes e incluso falsedades una semana detrás de otra.
Veremos cuáles son las consecuencias de estos cien días. Si terminan en un Waterloo, como el efímero reinado de Napoleón porque las consecuencias de todo lo vivido están por venir, más allá del dolor de los miles de fallecidos.
(Publicada en ABC Córdoba el 27 de junio de 2020 en esta dirección)
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